En ese instante una hoja se desprendió del árbol que tenía
justo enfrente del banco en el que estaba sentada. Empezó a hacer divertidos
zigzagueos y bailes al son del viento, mientras iba descendiendo por la fuerza
de la gravedad hacia el inminente suelo.
Yo me la miraba pensativa, intentado alejarme, aunque sólo
fuera por unos segundos, de los pensamientos que atormentaban mi cabeza.
Los movimientos divertidos que hacía la hoja seca al caer me
sorprendían. Cuando creía que el choque contra el frío suelo era irreversible,
la fuerza del gélido viento que hacía
esa tarde de otoño, provocaba un nuevo giro en su trayectoria, y ésta se
elevaba nuevamente, como si tuviera vida propia, supiera que el final de esa
caída era su fin y quisiera evitarlo a
toda costa.
Por un momento, mis pensamientos se desvanecieron, todos los
rompecabezas que inundaban y giraban alrededor de mi cabeza, y que intentaba solucionar con mayor o menos éxito,
se esfumaron. Dediqué todos mis congelados sentidos, a esperar cómo y cuándo la
hoja seca se daría por vencida, o por el contrario, cuando el travieso viento
dejaría de jugar con ella.
Posiblemente no habían pasado ni unos segundos desde el
inicio del que sería un fatídico descenso, pero tan enfrascada estaba, supongo
que más por escapar de mi mente atormentada, que por saber el lugar exacto de
la caída, que a mí me parecieron minutos
interminables, viendo la hoja zarandearse arriba y abajo, alejarse y acercarse
en razón de pocos segundos de diferencia.
Mi nariz y mis dedos estaban helados, ese día era uno de los
más fríos de lo que llevábamos de la estación, y mi cabezonería me había
llevado a sentarse en ese banco e intentar aclarar mi cabeza, cosa que de
momento no había conseguido aún, únicamente, sabía que necesitaba enfriarla, dejar
pasar el tiempo y ver las cosas con perspectiva.
Volviendo a la hoja, sabía que ésta estaba muerta, y poco
tiempo pasaría desde que tocara el suelo, hasta que alguien al pasar por encima
la hiciera añicos y se desvaneciera casi por completo. Pero esa lucha, ese
movimiento constante, danzante casi diría, de su último aliento me fascinó, me
tenía hipnotizada. Casi volvió a tocar el suelo, yo diría que lo rozó, pero
nuevamente, un pequeño giro de ésta, y la fuerza del viento la elevó. Ya no tan
alto como antes, pero lo suficiente como para dejarla que siguiera su danza
unos segundos más.
Yo seguía admirándola, apostando casi por el segundo exacto
de la caída, esperando con ese pequeño gesto cotidiano del otoño, que mis
pensamientos, por el momento apartados de mi mente, encontraran la solución
deseada.

Me quedé unos minutos más, mis pensamientos los mantenía
apartados, me quedé mirando donde había caído la hoja y recordando su coreografía.
Al rato me levanté y me dirigí hacía donde había caído. A pesar
de estar el suelo repleto de hojas secas la distinguí sin problemas, y me agaché a
cogerla. No sé exactamente el motivo, pero me la guardé con cuidado en el
bolsillo y me fui a casa.
Desde entonces, la tengo colgada en un lugar donde no se
llega con facilitad. No quiero que rozándola sin querer se rompa y que después de su gran salto final, se
desvanezca sin más.
Supongo que os preguntareis porqué la cogí y la tengo
colgada.
No os lo sabría decir con exactitud, puede que el recuerdo
de ese instante haga que crea que hasta el caer de una hoja seca, no sólo indica la
llegada del otoño, sino que puede darte fuerzas, para saber que hay cosas que
sabes que van a suceder, pero sólo tú puedes decidir cómo hacerlas, y que mejor que con un buen baile y danzando con ayuda del viento?
Me encantó. Monttse
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